Hace apenas una década, hablarle a tu teléfono para que respondiera parecía un truco de película futurista. Hoy, pedirle a una inteligencia artificial que te arme la lista del súper, que te traduzca un texto o que te sugiera un menú semanal es parte de lo cotidiano. La tecnología no está tocando la puerta de nuestras casas: ya se instaló en ellas, y probablemente nos acompaña más de lo que imaginamos.

El ejemplo más claro es el celular. La huella digital, el desbloqueo facial, las recomendaciones personalizadas… todo está mediado por algoritmos de aprendizaje automático. Los asistentes virtuales, desde Alexa hasta ChatGPT, ya no son un lujo de nicho: se han vuelto copilotos de nuestra rutina. La IA nos ayuda a contestar correos, organizar agendas, escribir reportes e incluso crear imágenes y videos que antes requerían horas de producción.

Pero el debate de fondo no es técnico, sino humano. ¿Estamos listos para confiar decisiones importantes a una máquina? ¿Qué pasa con la privacidad, con el sesgo de los datos, con nuestra propia capacidad de decidir? Los especialistas hablan de un concepto clave: uso consciente. No se trata de rechazar ni de entregarnos ciegamente a la IA, sino de aprender a convivir con ella como una herramienta que potencia —no sustituye— nuestro ingenio.

La paradoja es fascinante: mientras más humanos parecen volverse los algoritmos, más necesario es que reforcemos lo que nos hace únicos: la empatía, la creatividad, el juicio crítico. La IA puede generar una melodía, pero no sabe qué canción te eriza la piel cuando piensas en tu infancia.

En el fondo, la inteligencia artificial no es el fin de la humanidad. Es el inicio de una nueva sociedad. La pregunta no es si vendrá a quitarnos el trabajo, sino qué papel queremos jugar nosotros en este tablero que se redibuja cada día.