En Instagram, emprender parece un camino lleno de cafés en coworkings, oficinas bonitas y sonrisas triunfantes. Pero la realidad es mucho menos glamorosa: noches sin dormir, presupuestos que no alcanzan, planes que se caen justo cuando parecía que todo iba a despegar.

Lo que casi nadie dice es que el fracaso es parte fundamental del emprendimiento. No es un obstáculo: es la credencial que te abre la puerta al siguiente nivel. Airbnb fue rechazada decenas de veces por inversionistas antes de ser la empresa multimillonaria que hoy conocemos. Netflix nació como un modelo de renta de DVDs por correo que parecía condenado al fracaso antes de reinventarse con el streaming.

El secreto está en cómo enfrentamos las caídas. Los emprendedores exitosos no son los que nunca tropiezan, sino los que saben levantarse más rápido y con un aprendizaje nuevo bajo el brazo. Cada fracaso acumula experiencia, fortalece la resiliencia y abre el camino hacia modelos más sólidos.

En la cultura del emprendimiento deberíamos hablar más de las cicatrices. Porque esas cicatrices cuentan historias de adaptación y de valentía. Al final, emprender duele. Y justamente ahí, en el dolor, es donde se forjan las mejores ideas.