Cuando pensamos en innovación, casi siempre vienen a la mente las oficinas con paredes de cristal en Silicon Valley, startups con financiamiento millonario y jóvenes que cambian el mundo desde un garaje. Pero la realidad es que la innovación no siempre necesita patentes ni millones de dólares: muchas veces nace en calles comunes, en barrios donde alguien encuentra una forma distinta de resolver un problema cotidiano.

Tomemos el caso de los filtros de agua hechos con botellas recicladas que circulan en comunidades de América Latina, o las aplicaciones móviles creadas por estudiantes para organizar el transporte público en ciudades con altos niveles de tráfico. Eso es innovación en su estado más puro: creatividad aplicada a mejorar la vida real.

La innovación tiene que ver con empatía. Con mirar alrededor y preguntar: “¿qué duele?, ¿qué se puede hacer mejor?”. Desde una plataforma que conecta productores locales con consumidores conscientes, hasta un dispositivo médico accesible para zonas rurales, los ejemplos sobran. Y lo interesante es que este tipo de innovaciones conectan más con la gente porque nacen de su realidad.

Las marcas que triunfan lo entienden: ya no basta con ser sofisticado, hay que ser relevante. Y la relevancia se construye entendiendo los dolores y aspiraciones de las personas.

La próxima gran empresa disruptiva quizá no esté en Palo Alto, sino en el patio trasero de tu vecino. Lo único que hace falta es abrir los ojos y apostar por esas ideas que nacen cerca, con impacto real.